Por José María PÉREZ JIMÉNEZ y Pedro E. GARCÍA BALLESTEROS
EL poder teme la independencia. Por este motivo los que lo ejercen tratan de controlar los mecanismos que puedan amenazar la supervivencia de su estatus. Pero una sociedad democrática necesita resortes que garanticen los derechos de los ciudadanos para que las leyes se apliquen en condiciones de igualdad para todos. El ejemplo más paradigmático serían los jueces y fiscales, o los diferentes órganos de control y evaluación, como las inspecciones de trabajo, sanidad, hacienda, o educación.
Estos órganos administrativos necesitan, por definición, gozar de la independencia y autonomía que les permitan salvaguardar los derechos de los ciudadanos y el cumplimiento de las normas democráticamente asumidas. Obviamente, no se trata de una independencia absoluta, sino la necesaria para funcionar a modo de bisagra entre la sociedad y la administración. Equilibrio delicado que el poder puede romper, desde el momento en que los organismos encargados de la inspección son creados por la misma administración, lo que permite a ésta establecer las condiciones organizativas que impidan o dificulten el desempeño adecuado de sus funciones, sobre todo cuando éstas ponen en evidencia las políticas desarrolladas. Un buen funcionamiento de esa Inspección, garante del cumplimiento de la ley y de los derechos de los ciudadanos, la legitima como servicio público, pero exige una administración respetuosa con la ciudadanía y una ciudadanía celosa para exigir el respeto de sus derechos.