Por Carlos ARENAS POSADAS
Las elecciones del 2-D han zamarreado a la gente que consideraba que nada cambiaría o que, a lo mejor, que la crisis de confianza en el partido de gobierno desembocaría en un acuerdo directo o indirecto entre partidos de izquierda. Tras la sorpresa mayúscula, muchos nos hemos preguntado por el batacazo electoral y, más allá, sobre qué le pasa a la izquierda o, al revés, del porqué del triunfo de la derecha en todas sus variantes. Se han dado múltiples respuestas a esta pregunta. No son las menos importantes las que han aludido a los más de treinta años de limbo político en los que el PSOE ha tenido las riendas de la gobernanza, en los que ha vapuleado las esperanzas puestas en el 4-D de 1977, en el 28-F de 1980 gobernando como minoría extractiva en beneficio de afiliados y clientes. Cabe añadir a esta explicación la desafección de una parte de la gente del PSOE y de Adelante Andalucía con sus líderes respectivos, envueltos en una estúpida pelea de corral de vecinos.
Completaré estos conocidos argumentos con otro que no solo sirva para seguir reflexionando sobre el “suceso” sino también para que pueda ayudar a tomar impulso, pasar a la ofensiva e ilusionar de nuevo a quienes en la izquierda han hecho dejación de su derecho como electores y a quienes han votado a la derecha en contra de sus propios intereses.
Un axioma que Marx y Engels incluyeron en su Ideología Alemana en 1845, que repetíamos los progres de los años sesenta y setenta, decía: “la ideología dominante es la ideología de la clase dominante”.
Pensamos como quieren que pensemos. No es que no exista un pensamiento libre sino que, hoy más que nunca, este está encapsulado, fragmentado, incapaz de sobresalir al bombardeo de mensajes, imágenes, estilos supuestamente inocuos, lugares comunes que llegan principalmente de los medios y de las redes sociales controladas por los poderosos. La clase dominante lo es no solo porque posea los medios de producción, sino porque, gracias a ello es poseedora también de todas las modalidades del capital: el capital humano, el social y el cultural o simbólico.
Si recurrimos a la historia, las clases dominantes andaluzas, especialmente tras la guerra civil, impusieron los valores religiosos y los “nacionales” como los buques insignias de un capital simbólico casposo pero de obligado cumplimiento. Hemos visto cómo, en las pasadas elecciones, la bandera del nacional-catolicismo, arrumbada en su propia estulticia, ha vuelto a ondear como reclamo electoral al tiempo que han resucitado los viejos anatemas contra los “comunistas”, los “rojos”, etc. Un viaje de vuelta a los años cuarenta que les ha funcionado. (Por cierto, no deja de ser cínico que al mismo tiempo que se apela a la historia inventada y los valores de la “reconquista”, se quiera abolir la ley de memoria histórica).
El mensaje ultra ha funcionado, por supuesto, en los distritos donde el Partido Popular ha tenido su principal granero de votos; allí donde la nostalgia franquista se ha mantenido viva en los últimos cuarenta años y allí donde la xenofobia forma el ADN de una pequeña burguesía en dificultades.
Es imposible que unos valores que ponen el acento en el desprecio supremacista a las clases populares sirvan para ganar elecciones: son necesarias que concurran otras circunstancias. Incluso las que ganó Hitler en 1933 en nombre de la raza aria con unos mensajes potencialmente genocidas no se comprenden sin tener en cuenta la descomposición y, por consiguiente, al entreguismo de los valores e instituciones de la izquierda tras la primera guerra mundial. Igualmente, respecto al 2-D, no es que las razones de la caverna se hayan vuelto virales sino que los mensajes de la izquierda no han comparecido o lo han hecho en forma de un capital simbólico ecléctico, fragmentado, caduco e inútil en la hora actual de Andalucía.
La cosa viene de lejos. Todo empezó a deteriorarse cuando tras la victoria del PSOE-A en 1982 se fueron diluyendo las expectativas puestas en la regeneración andaluza. Las aspiraciones populares durante la transición –la reforma agraria, la planificación económica, una sociabilidad transversal, terminar con el paro y el subempleo endémico, etc.- fueron paulatinamente olvidadas y sustituidas por otras –la reforma agraria por el PER, por ejemplo, que pretendían retrotraer a la población rural andaluza a la condición servil-. El punto de no retorno se produjo recién terminada la EXPO de Sevilla de 1992; en adelante, el capital simbólico del “socialismo” a la andaluza dejó paso al de la “modernización”. En adelante, Andalucía entraría en una lanzadera guiada por las propias empresas, las foráneas que colonizaban el mercado andaluz y cientos de miles de microempresas incapaces de valerse por sí mismas a menos que se guarecieran bajo el paraguas del poder político. El resultado de una “modernización” en manos de empresas coloniales, raquíticas y pedigüeñas es que Andalucía se ha mantenido a la cola sin avanzar un ápice en la convergencia con las regiones más ricas del país. En los últimos años incluso, constatado el fracaso de las “modernizaciones” neo-liberales, el “socialismo” ha dado paso al “susanismo”, la estrategia de una lideresa que aglutina en su persona todo el capital simbólico y político, cuya misión es la de salvar al partido, a una fracción mayoritaria al menos, de los efectos del desastre.
Socialismo por modernización y por susanismo no ha sido el único cambalache atribuible en estas décadas al partido en el gobierno de Andalucía. Otro ha sido el abandono del impulso andalucista que existía en diciembre de 1977. Lejos de unir a un pueblo detrás de un proyecto ilusionante, la bandera andaluza se fue convirtiendo con los años en un atrezo de guardarropía que se sacaba para lucirla como exorno en los actos oficiales, en fechas señaladas, como muestra de una identidad débil, ausente de contenidos. El resto del año, en Canal Sur por ejemplo, se reproducía una imagen de los andaluces que en nada mejoraba la que tienen de nosotros en Girona o en Pamplona, reiterando o siendo condescendiente incluso con el mensaje frentista del “a por ellos” que ha sido el santo y seña de la derecha, lo que nos ha privado de tener voz propia en el conflicto que enfrenta a las dos mitades del pueblo catalán. Adelante Andalucía ha intentado retomar la bandera de 1977; el gesto les honra, pero que no les haya servido de mucho no es sino una expresión más del deterioro que el capital simbólico andalucista ha sufrido en las últimas décadas.
La renuncia a un capital simbólico propio no solo ha afectado a la “izquierda” oficial. Me he referido antes al eclecticismo o hibridismo de la cultura de las izquierdas en general; entendiendo por ello la influencia que entre las personas que se consideran como tales tienen las instituciones, ferias, fiestas, cofradías, cabalgatas, acontecimientos, etc., que se tienen por “populares” (la ideología dominante…) pero que derraman una concepción clasista, jerárquica y retrógrada de la sociedad al mejor estilo nacional-católico, y que son plataformas utilizadas para el provecho económico y político de minorías que han obstaculizado el devenir andaluz. Me refiero, por ejemplo, a instituciones como los clubes de fútbol o las hermandades cofradieras, que no son otra cosa que almacenes donde se acumula y se reproduce el capital social de unos individuos que especulan con los sentimientos humanos o, como en la Edad Media, que gastan cuotas y subvenciones públicas dignas de mejor fin en comprar joyas y abalorios para vírgenes y santos, para hacer de una notoriedad corporativa, por otra parte ridícula, la fuente de la prosperidad de negocios privados. La hermandad no tiene nada que ver con la “fraternité”, como la justicia social no tiene nada que ver con la caridad de donar un kilo de arroz para “los pobres” o con lanzar cientos de peluches desde la grada para los niños “necesitados”. El hermano mayor y el presidente del club lo agradecen estos gestos con toda su alma.
El problema de la izquierda, además, es que su capital simbólico vive encapsulado en cátedras, laboratorios de ideas, en barrios donde se encuentran los amigos y colegas con ideas afines que se regocijan orgullosamente de su manera de ser y de las distancias físicas y mentales que les separan de la carcundia. Me acuerdo en estos momentos de los “rojos” de la Macarena de julio de 1936: su acendrada convicción ideológica y de clase les sirvió para levantar las barricadas con las que resistieron inútilmente pero no para asaltar el centro de Sevilla donde se estaba dirimiendo la batalla principal.
Por otra parte, el capital simbólico de la izquierda se halla fragmentado de la mano de colectivos todos muy necesarios, feministas, ecologistas, laicos, pacifistas, municipalistas, republicanos, socialistas, anarquistas, marxistas, etc., etc., pero que carecen del nexo que los una frente a una derecha a la que le bastan cuatro boutades franquistas para crear opinión y ganar elecciones. Algo estaremos haciendo mal por tanto.
Es necesario pues crear un nuevo capital simbólico de izquierdas que aproveche lo que sea útil del pasado, que aglutine las fuerzas de la razón, que abandone el eclecticismo que lo “popular” inocula a los propios mensajes, que aglutine a todas y cada una de las manifestaciones de rebeldía que tengan como objetivo el bienestar colectivo. Pero algo más. El sociólogo francés Pierre Bourdieu consideraba que “el poder económico (de las clases dominantes) sólo puede reproducirse y perpetuarse si, al mismo tiempo, logra hegemonizar el poder cultural y ejercer el poder simbólico”; ese poder que deja inerme a la mayoría, atada frente al capricho de los poderosos. Llamo sobre todo la atención sobre el término “al mismo tiempo”; quiere decirse que al igual que hacen los que nos miran despectivamente desde lo alto del caballo, a la izquierda no le basta con buenos sentimientos, con ideas brillantes de cara a un futuro ineluctable pero siempre postergado sino que –vuelvo a repetirlo- “al mismo tiempo” que intenta hacer hegemónicas sus ideas tiene que tener en cuenta que el capital no es divisible, que para ser culturalmente o simbólicamente hegemónicos, todos los llamados a conseguirlo deben adoptar estrategias convergentes destinadas a la apropiación colectiva de todas y cada una de las modalidades del capital.