Por Carlos ARENAS POSADAS
Vuelve la fiesta del claro y del oscuro; de lo que se exhibe garboso y de lo que no se ve por mucho que miremos. La fiesta de la exuberante exposición de burgueses y clases medias a la búsqueda de reconocimiento entre iguales y de las barreras de entrada a los que, sin tener donde ir, pasean y observan el pedigrí de las elites. Se muestran los aspirantes a político con la intención de rozar y cruzar unas palabras con los barandas que construyen su clientela dentro del partido. Se saludan y abrazan los diputados y concejales de todas las ideologías, intercambiando manzanillas y opiniones sobre pactos, elecciones y otros asuntos de grave importancia. Pululan periodistas invitados aquí y allá para tomarse unas gambitas a cambio de exaltar las esencias de la Sevilla reventona. En la caseta arrendada por un día, la gran empresa agasaja a su mejores clientes venidos de lejos, y en la trastienda de cualquier caseta privada, achispados por culpa de Sanlúcar, los compadres se juran amistad eterna y trajinan negocios más o menos limpios mientras de cara a la calle, las comadres y sus hijas mocitas bailan sevillanas y devoran tortilla de papas y pescaíto frito.
Todas y todos quieren dejarse ver. Hay sin embargo, miles de personas invisibles en la Feria; todos o casi todos los que trabajan en ella: cocheros de ridícula librea y mirada extraviada de tanta monótona vuelta por el real; choferes del Audi de autoridades que esperan paciente que su jefe aparezca abotargado para llevarlo a casa; taxistas que van y vienen con la esperanza de ganar en cinco días lo que no ganan en el resto del año; seguratas que cierran el paso de las casetas para que ningún intruso moleste a los señores; camareros de sol al sol del día siguiente que sirven finos a los caballeros con el encargo de apuntarlo todo a sus cuentas. Miles de gorrillas, pedigüeños, vendedores de globos y mujeres con niños en brazo que tratan de colocar sus claveles y ramitas de romero a todo el que se encuentra por delante. Y policías que velan porque nada cambie, para que la gran fiesta de Sevilla transcurra dentro del orden, con la normalidad habitual.
De todas las invisibles, las que pasan más desapercibidas son aquellos fantasmas que, de madrugada, llegan a las trastiendas y portadas de las casetas para recoger basuras, chapotear en los pestilentes servicios, fregar los restos de comilonas, para dejarlo todo en perfecto estado de revista para un nuevo día de fiesta. No es esa la manera de crear empleo y de hacer subir un punto el PIB local. He leído que ellas, porque me imagino que son mujeres, cobran 3,5 euros la hora; es decir, pueden llevarse a su casa 15 ó 20 euros que es, más o menos, lo que costará la media botella y la ración de gambas blancas de Huelva cuando a eso de la una, el socio de la caseta agasaje a sus más distinguidos amigos.
Mientras no cambie el modo de organizar y entender esta fiesta añejamente burguesa, convivirán en la feria pavos reales, gallitos de pelea, turistas y curiosos de lujos ajenos con seres invisibles. Para contribuir a la materialización de los que no existen, propongo una idea al Ayuntamiento: dado que las casetas de Feria son una concesión municipal, el consistorio asegurará de que los trabajadores contratados para la Feria tengan al menos los (pocos) derechos recogidos en la normativa vigente en materia de convenios, salarios, jornadas, condiciones de trabajo, etc., etc. El incumplimiento de la norma conllevaría automáticamente la supresión de la licencia para el año siguiente. El particular, el círculo de amigos, el gerente de la corporación, la empresa concesionaria se cuidarán, por su propio interés, de evitar peonadas a 3,5 euros la hora. Las gambas no saldrán tan baratitas pero ¿qué es ese ahorro comparado con el capital cultural y relacional que la sevillanía acumula en estos días y sirve para que todo siga igual?