Por Javier ARISTU
[Escrita y publicada esta entrada recibimos un comentario aclaración de Paco Acosta Orge que, por su interés y por precisar algunos aspectos citados en el texto, publicamos a continuación del artículo]
La constancia, la perseverancia que llega incluso a ser rutina, se convirtieron en un valor sustantivo de su manera de entender la actividad social. Jaime Montes nos acaba de dejar, precisamente en los últimos días del año que se ha ido. No quiso esperar para ver cómo se decantaría este año recién comenzado, pleno de expectativas e incógnitas. Su cierto escepticismo y carencia de acaloramiento le harían soltar por su boca alguna expresión no precisamente amable contra parte de esta clase dirigente que nos ha llevado a donde estamos. Pero tampoco se quedaría mudo ante los teóricos representantes de sus ideas de izquierda. Jaime no era precisamente una persona que dejara pasar fácilmente los errores de su propia gente sin replicar.
Su gente estuvo con él en el último instante. Allí estuvieron Eduardo, Pedro Andrés, Jaime, Ángel, Paquito, José Antonio, Pepe, Juan Bosco y tantos más de los primeros años de Comisiones. Vinieron de Cataluña Federico y Quim, compañeros de prisión en Cáceres. Fue precisamente Quim Sempere, uno de sus grandes amigos y confidente, quien leyó la Elejía a Ramón Sijé que Jaime tanto había leído y meditado: No hay extensión más grande que mi herida,/lloro mi desventura y sus conjuntos/y siento más tu muerte que mi vida.
Coincidí con Jaime hace cerca de un mes. Era un domingo soleado y nos tropezamos en la plaza de San Andrés, de Sevilla. Yo con mi familia, él, con sombrero y bufanda roja, rodeado de antiguos vecinos de su barrio de infancia y juventud. Estaban celebrando no se qué aniversario y me contó que aquellos ya veteranos colegas de barrio, de más de setenta años ya, le habían contado su sorpresa cuando, muchos años atrás, por la década de los cincuenta dejaron de ver a Jaime por el barrio. ¿Dónde está Jaime? ¿Por qué no lo vemos por el barrio? Jaime había sido detenido por la policía político-social de la dictadura y a consecuencia de aquella caída pasaría varios años en la cárcel, en Cáceres y Soria, “con un frío impresionante que nunca logró olvidar”, según recordaba él mismo.
A Jaime Montes lo conocí en los años de la transición. Él ya traía desde muchos años atrás una experiencia de acción laboral que lo avalaba como uno de los “históricos” de Comisiones en la Hispano-Aviación. Carmen Mari, su mujer, participaba con nosotros en las primeras comisiones de enseñanza y él pasó desde el primer momento a formar parte del núcleo que consolidó aquellas espontáneas comisiones obreras en el sindicato organizado de clase que es hoy. Desde entonces tengo su figura clavada en mi memoria, en aquel minúsculo despacho de la sede de la calle Trajano, rodeado de papeles hasta el infinito, en un caos perfectamente clasificado y organizado en su cabeza. De vez en cuando pasaba por aquel cubículo y manteníamos alguna que otra charla donde, en verdad, quien hablaba era él. Jaime siempre tenía algo que decir sobre el asunto del momento. Era una persona libre en su forma de pensar y actuar pero de una lealtad inaudita con la organización. Un permanente crítico leal, un hombre de organización pero nunca cegado por la misma.
Tenía un concepto de la organización de los trabajadores a la manera clásica. El sabía que su dedicación era para el conjunto de la clase, nada que ver con la promoción personal. Era consciente de que, siendo de la estirpe de los derrotados, la lucha tenía que ser sin lugar a dudas larga, sostenida y, sobre todo, constante, de cada día. Sus demonios intelectuales, de los que nada se fiaba, eran los que él llamaba “los del sidral”. Jaime conocía bien el sidral de sus años mozos: una bebida gaseosa que echaba mucha espuma o gas al principio pero que enseguida se desinflaba, quedando en un líquido anodino. Creía que el peor aliado de la organización de los trabajadores eran “los del sidral”, los que en un primer momento parece que se van a comer el mundo pero que luego, tras las primeras derrotas o adversidades, manifiestan la actitud del vencido, del derrotista, del pesimista. Jaime fue la continuidad, la constancia, la permanencia y la fidelidad a un paradigma intelectual y práctico que ha dado sentido a toda una época. Confiemos en que su ejemplo cunda y en estos tiempos donde puede circular mucho sidral no se eche al olvido la memoria de los constantes, de los inquebrantables.
Recomiendo dos obituarios sobre Jaime Montes escritos por dos personas que compartieron su proyecto social.
- Juan Bosco Díaz-Urmeneta, Jaime Montes, o el rigor del sindicalismo.
- José Luis López Bulla, En el centro de trabajo (Recordando a Jaime Montes)
NOTA COMENTARIO DE PACO ACOSTA:
Estimado Javier: Acabo de leer tu artículo sobre Jaime, y me ha parecido muy bonito salvo algunos errores «históricos» que reflejas en el mismo y que me parece que debería comunicártelo para tu conocimiento. Ha sucedido lo mismo con el de Juan Bosco e incluso con el de López Bulla.